jueves, agosto 17, 2006

EL PADRE HURTADO Y LA FELICIDAD

El hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios.

Cristo me pide vivir con alegría al saber que estoy en sus manos.

La vida está aquí: en Cristo. La alegría está aquí: en Él y con Él. Cristo es la fuente de nuestra alegría, en la medida que vivamos en Él viviremos felices.

Feliz él si descubre sus posibilidades de dar. Aprenderá por propia experiencia, que hay más alegría en dar que en recibir.

No hay más que un camino de felicidad; servir a Dios, unirse a Él. Aquél más feliz es el que está más íntimamente unido a Dios.

Mi felicidad no consiste en otra cosa que hacer la voluntad de Dios, con alegría o sin ella, sea cual fuere el juicio de los hombres. Si noto faltas esté cierto que junto con pedir perdón de ellas estoy perdonado. Que nada pues, me quite la habitual alegría.

La felicidad y la alegría son una realidad en el cristianismo, pero esta realidad echa sus raíces hondas en el sufrimiento, en la abnegación, en el dolor. Se nutre de renunciamiento y de sacrificio: el grano de trigo, si no muere permanece solo, para que dé fruto es necesario que muera y entonces dará fruto abundante.

Salvar el alma es por consiguiente la felicidad. El deseo de ser felices es en nosotros tan connatural como la respiración. Aquí no encontramos sino granitos de felicidad; allá, en el cielo, la felicidad sin sombras ni atenuaciones. ¡La bienaventuranza eterna! ¡La vida eterna! ¡El cielo! Tres bellísimas expresiones del pueblo cristiano con las cuales hace profesión de su destino eterno: “Creo en la vida eterna”.

El dolor no es el fin de nuestra vida. Dios no nos ha creado para padecer. Nos ha creado para satisfacer las ansias infinitas de felicidad que Él mismo ha puesto dentro de nuestro corazón, para ser como Él, tanto cuanto es posible a una criatura.

Con frecuencia, piensan algunos, que la felicidad humana consiste en ser libres de seguir nuestro capricho. Nosotros, en realidad, somos libres de seguir a Cristo, o bien de abandonarlo, para volver a nuestra antigua esclavitud, la del mal, de la cual nos rescató. No es condición humana la de estar libre de todo servicio, la de ser autónomo.

Si buscamos la felicidad propia y ajena ¿dónde la encontraremos? si no es uniéndonos al que es la felicidad, al que va a constituir durante una eternidad la alegría de los escogidos, uniéndonos a Aquel cuya contemplación es tan infinitamente variada que durante una infinita duración será siempre nueva, siempre atrayente: será el cielo.

Si bien esta vida es un valle de lágrimas, el cristiano no se resigna a la injusticia y a la miseria de sus hermanos, y trata de introducir aquí abajo todas las mejoras que hagan posible una felicidad terrestre de la multitud congregada; exige que ser reconozca a cada uno su derecho a vivir, al trabajo, y a su perfección de personas en cuanto personas.

Es necesario comenzar por salir del ambiente enfermizo de preocupaciones egoístas. Hay gente que vive triste y atormentada por recuerdos del pasado, por lo que los demás piensan de él en el presente, y por lo que podría ocurrirle en el futuro. Que se olviden pues, de sí y se preocupen de los demás, de hacerles algún bien, de servirlos y los fantasmas grises irán desapareciendo. La felicidad no depende de fuera, sino de dentro.

No es lo que tenemos, ni lo que tememos, lo que nos hace felices o infelices. Es lo que pensamos de la vida. Dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo, poseyendo igual, y, con todo, sus sentimientos pueden ser profundamente diferentes.

No basta sonreír para vivir contentos nosotros. Es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora será también de un inmenso valor para los demás.

Un cristiano recuerda que el primer mandamiento es el mandamiento del amor... signo distintivo de sus discípulos, y por eso más allá de sus preocupaciones de salvación personal, que las toma muy en serio, piensa en la salvación de sus hermanos, en darles la alegría y la felicidad que constituyen las señales del verdadero amor.

Vivir en la alegría, en la paz, en la serenidad, sabiendo que Cristo y su Madre velan por nosotros, que tenemos el Padre que nos ama, y el Espíritu que mora en nuestros corazones. Y poseídos de esta felicidad hacer participantes de ella a los demás.

La edad madura ha aprendido a sonreír: cosa que los jóvenes aún no saben hacer. Saben reír y ríen demasiado... pero la sonrisa es un rasgo peculiar de la edad madura. Es la alegría silenciosa y algo desencantada: en el gesto de la experiencia que ya ha conocido el desengaño... La sonrisa de la edad madura es peligrosa: puede ir lleno de desdén. El cinismo de la juventud está cargado de arrogancia, el de la edad madura puede ir lleno de desdén.

El cristianismo se resume entero en la palabra amor: es un deseo ardiente de felicidad para nuestros hermanos, no sólo de la felicidad eterna del cielo, sino también que se preocupa de todo cuanto puede hacerle mejor, procurar al hombre esta vida, que ha de ser digna de un hijo de Dios. Todo cuanto encierran de justo los programas más avanzados, el cristianismo lo reclama como suyo, por más audaz que parezca, y si rechaza ciertos programas de reivindicaciones no es porque ofrezcan demasiado, sino porque en realidad han de dar demasiado poco a nuestros hermanos, porque ignoran la verdadera naturaleza humana, y porque sacrifican lo que le hombre necesita más aún que los bienes materiales, los del espíritu, sino los cuales no hay dicha humana par quien ha sido creado para el infinito.

El hombre necesita pan, pero necesita también fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla

Notas en torno a la felicidadAlberto Hurtado SJ

1 comentario:

Anónimo dijo...

Best regards from NY! » » »