sábado, mayo 01, 2010

EL PADRE HURTADO Y EL TRABAJO HUMANO

ESTIMADOS (AS) :


Comparto con Uds, escrito del Padre Hurtado, relacionado con el trabajo humano :

Con mayor profundidad y riqueza que el comunismo la Iglesia ha logrado crear una auténtica mística del trabajo, en grupos de Acción Católica obrera. Movimientos como la J. O. C. y la L. O. C. no sólo han reconciliado al trabajador con su suerte, sino que le han inspirado amor por su trabajo, orgullo de su vida de trabajador, alegría de sacrificarse por los demás y una magnífica irradiación apostólica.


Estos grupos de luchadores obreros han logrado comprender que no puede haber escisión entre su vida religiosa y su vida profesional. El trabajo no es una tarea que han de soportar durante algunas penosas horas del día, las menos posibles, para escapar luego a su vida espiritual y cultural. No; el trabajo es para ellos su grandeza, su vida. En su trabajo cotidiano se santifican y tienen conciencia que mediante él están construyendo la ciudad terrestre, y colaborando con Dios el plan de redención sobrenatural.

El destino eterno del hombre está en armonía con su destino temporal. “Mi máquina trabaja conmigo, debo dominarla, admirarla, amarla; amarla porque ella me conduce a Dios siempre que me sirva cristianamente de ella”. “El fin de la producción es procurar a cada hombre hierro, lana, carbón, pero sobre todo procurar a cada uno de los trabajadores su parte de cielo…” “Amar mi máquina; entre ambos vamos fabricando la vida eterna”. Así meditan cada día miles de jóvenes obreros católicos.

El trabajador que comprende así la vida no es un proletario amargado que odia al que posee más que él y procura escapar de su clase social. Es un luchador que exige respeto para su persona, pues, tiene conciencia de lo que significa ser hombre e hijo de Dios; batalla por conseguir, en unión de los otros trabajadores, las condiciones para una vida respetable, pues sabe que se le deben en justicia como recompensa de un esfuerzo que él realiza con honradez, devoción, alegría y espíritu de servicio social.

Hay en el movimiento jocista un impulso de fe, de heroísmo, una exigencia de santidad que transporta a los tiempos de la primitiva Iglesia. Cuando esta doctrina prende en el alma de obrero, ese hombre es un santo y si es necesario un mártir, como santos y mártires ha producido a millares la juventud obrera, sobre todo en Francia y Bélgica, comenzando por su primer Presidente, Fernando Thonet, muerto en el campamento de concentración de Dacha, cantando y ofreciendo su vida por la clase obrera.

El obrero comprende además que él está llamado a ser apóstol de Cristo, el único responsable de la salvación de la clase obrera, participante del verdadero real sacerdocio de Jesús, pontífice supremo de la humanidad.

¡Obrero, Cristo te necesita!, es la palabra que resuena cada día en su alma invitándola al apostolado. Al llegar a la fábrica lee el letrero que está allí colocado: “Prohibida la entrada a todo el que no sea obrero”. Esto lo estimula: el sacerdote, el universitario no podrán entrar, pero allí está él para hacer penetrar a Cristo en la fábrica, y con él vendrán la justicia, la caridad, la alegría.

La dignificación del trabajador es el tema obligado de todas las grandes concentraciones jocistas. Recordemos lo ocurrido en una de ellas el 17 de julio de 1937 en el Parque de los Príncipes, de París, el hecho más importante de nuestro atormentado siglo. 80.000 jóvenes obreros habían venido a expresar su concepto de trabajo cristiano. En medio del parque un tosco altar de madera. Hacia él innumerables cortejos con sus instrumentos de trabajo desembocan como los brazos de un río, representando a las varias corporaciones. Todos querían construir la nueva ciudad cristiana cuyo arquitecto es Cristo.

Los cortejos avanzan y van construyendo el altar. De pronto desde una de las extremidades del estadio se adelanta un grupo de obreros. Innumerables antorchas escoltan una inmensa cruz blanca llevada sobre un lecho de rosas rojas. Es la cruz del Altar, dicen los muchachos obreros, símbolo de todos los sufrimientos de la clase obrera. La acaban de fabricar ellos, los carpinteros.

La voz del altoparlante, estremece el corazón de la turba: ¿Quién es ese Obrero, que marcha a paso igual que nosotros, que se asocia a nuestros trabajos… que no es de ninguna provincia, pero a quien todos los obreros del mundo proclaman su jefe?... ¡Es Él!, prorrumpen ochenta mil voces. ¡Es Él! Y un repique glorioso de campanas, llena los aires y … “nosotros hijos del siglo diecinueve, amargados y pesimistas, dice Muriac, no hemos podido impedir las lágrimas ante el espectáculo de esos muchachos obreros, optimistas en su martirio, curtidos por el trabajo, y transfigurados por la fe…” Allí en pleno París, a la luz de la noche estrellada, los obreros jocistas erigen la inmensa Cruz, signo de su liberación a cuya sombra ofrecerán junto con la santa Hostia su vida de obreros, sus amores, sus esperanzas en un porvenir mejor.

Pero alguien falta aquí, claman desde el otro punto del estadio cuarenta mil voces femeninas, como un repiqueteo de campanas pascuales. ¡No! Ella no puede falta. Y los obreros, un canto dulcísimo rasga la noche en París. “Obrera bendita entre todas las mujeres, enfermera de todas las almas; lucero de todas las mañanas de nuestra vida de trabajo. Virgen María!”

¡Somos jocistas! Cantamos la esperanza de un porvenir mejor. Un mundo nuevo surge del seno del dolor, traemos el mensaje de amor, de paz, de luz. Marchemos, compañeros, unidos en la acción, llevando al mundo obrero, la paz, la redención.

Al día siguiente en la Misa, celebrada por un jocista sacerdote, ¡perdón, Señor! gritan esas ochenta mil voces a la faz del mundo, porque el gran pecado del mundo moderno fue no haber querido a un Cristo social. Nosotros queremos abolir ese pecado.

¡Hijos del milagro!, les dijo entre sollozos, el gran Arzobispo de París, el Cardenal Verdier: “Jocistas, hijos del milagro os bendecimos… Han pasado sólo diez años. Ayer erais cuatro. Hoy sois quinientos mil los jóvenes obreros que ostentáis la espiga jocista en vuestros pechos… Jamás desde la Cruzada un impulso cristiano ha suscitado tanto entusiasmo en tantos corazones…Adelante, a conquistar el mundo”

Con decisión, con golpes de martillo sobre el yunque, esas ochenta mil voces valientes repiten: “Prometemos llevar a su término la revolución espiritual iniciada hace diez años… Prometemos devolver a Cristo a la clase obrera”.

La Juventud obrera católica nos da un precioso ejemplo de la concepción cristiana de la santificación de la vida por el trabajo cotidiano. Es en la brecha de la prosaica acción de cada día en la que encontraremos un camino seguro de santidad, pues como dice Pemán: “No hay virtud más eminente que hacer sencillamente lo que tenemos que hacer”.


Fuente : Sitio Iglesia de Chile

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